CAPÍTULO 1
(La tortura de Martín)
¡Oh Dios tengo sed! –Pensó Martín mientras intentaba abrir los ojos. Un sabor a sangre le atestaba la boca y una costra le impedía que abriera los párpados. La mejilla izquierda y el pómulo hinchado le dolían al contacto con el suelo, su respiración era lenta y nauseabunda, podía oler su fétido aliento cuando rebotaba en el piso.
Cada respiro se convertía en una tortura, casi alcanzaba a visualizar sus costillas rotas, cuando los pulmones se expandían dentro del tórax.
Intentó levantar la cabeza pero sintió la presión de un pie sobre la oreja. Hizo un segundo intento para levantarla y lo que parecía una bota refregó su mejilla como quien apaga un cigarrillo que ha tirado en el suelo.
-A este todavía le queda fuerza…
-Dios te bendiga –dijo quedamente Martín.
-¿Ah, me vas a bendecir? –Inquirió el torturador al tiempo que le alzaba por el cabello y llevaba su rostro a la altura del suyo.
Aunque Martín no veía nada, el verdugo sí podía ver la cara de Martín; que se parecía más a una sandía rota que a un rostro humano.
- ¿Y por qué, si es verdad que eres evangélico, no me parte un rayo?
- Porque te estoy bendiciendo varón…
Una lluvia de golpes acompañados de vulgaridades se estrellaba nuevamente contra la humanidad de Martín. Quería dormir por mucho tiempo, quizá hasta la segunda venida de Cristo, pero cada trancazo era como un detonador que generaba explosiones de imágenes en su memoria: Como el primer golpe que le dio aquel funcionario vestido de negro; un recto a los dientes y el labio se partió como se raja la carne cuando se le machaca con un mazo de cocina.
Más leñazos y aparece la imagen de Laila sonriendo. Una patada más, y florece en la memoria su entrada al recinto, esposado, bajo la mirada lastimera de sus familiares y amigos.
Mientras era ahogado su mente alucinaba: Laila apuntaba con su dedo un pasaje de la Biblia, y podía leerlo claramente: “Josué 1:9”.
- ¿Dónde están los demás?... Te advierto que me sobra tiempo para esto… ¿Tú crees que me voy a meter en un peo si mato a un terrorista?
- Yo no hice nada hombre –balbuceó mientras se ahogaba con su propia sangre el prisionero.
- Gafo; te tenemos grabado, y a la mujer tuya la agarramos también… le vamos a dar más duro que a ti si no me dices dónde están enconchados los demás.
Como el grueso mecate con que aseguran los barcos, un grito hondo y gutural empezó a emerger de la garganta de Martín. Largo y espantoso quejido entonando el nombre de “Laila”.
Un golpe al esternón acabó con el canto melancólico y sumió a Martín en un profundo sopor, encadenándolo al recuerdo de la tarde en que lo capturaron.
Ahí está él, manejando su taxi. A su lado va un pasajero bien vestido de quien sospecha es la razón de su desgracia. Tiene que aprovechar esta alucinación para esclarecer el crimen y ayudar a los esbirros para evitar que torturen a su esposa…
- ¡Dios mío! – Suplicaba en su mente- No permitas que la toquen. Tú eres el Salvador… Yo nada soy; nada merezco, hierba y flor de la hierba es mi paso por este mundo. Pero ella que nació en tus caminos… ¿Por… qué?
Su inconsciente se congeló en aquella pregunta, ¿por qué Dios permitía el sufrimiento de los inocentes? Pero una necesidad más grande que la duda se alzó en su cerebro y le obligó a concentrarse. Sabía que no tenía mucho tiempo; si la estaban interrogando entonces también la estarían torturando.
- Sí, lo veo… Tenía los ojos verdes, y se reía como protagonista de novelas. A cada tanto repicaba su teléfono y respondía con monosílabos e instrucciones misteriosas. Tenía ropa fina, pero lo tosco de sus gestos revelaba que no era de cuna de oro.
De nuevo se encontraba divagando y se regañaba: “Anda con cien ojos sobre tus recuerdos, dale una pista a este hombre, antes que la mate… Oh Padre: Ten misericordia de mí, dame la visión… Tú que todo lo puedes y nada hay después de ti…
Se hizo un silencio que vaciaba el espacio, como si lo hubieran enfrascado al vacío. Y cuando ya estaba seguro que tal estado era el umbral de la muerte, una frase rompió la nada como el primer chasquido de una guitarra:
“Clama a mí y yo te responderé”.
- ¿Cuánto es para La Cuarta viejo?
- Cincuenta varón.
- Mucho, tengo treinta.
- Vamos pues.
Martín agradecía incesantemente a Dios por permitirle recrear tan vívidamente lo que pasó en aquella tarde: El hombre que recogió se dirigía a la cárcel y por eso le cobró caro. Pues esa es la estrategia de los taxistas para detectar ladrones o estúpidos, pues ninguno de los dos discuten la tarifa. Si hubiera dicho que sí, no lo hubiera montado, porque cara de estúpido no tenía.
Podía verse manejando el taxi, su otro yo fijaba la mirada en la calle y con el flanco del ojo inspeccionaba los movimientos del pasajero. Había ido a “La Cuarta” un millón de veces y podía recrear el trayecto con lujo de detalles.
Por fin reconoce al pasajero: Un hombre blanco de cabello castaño claro y ojos verdes, delgado pero de complexión atlética. Lleva puesto un blue jean, una camisa manga larga, remangada hasta el antebrazo y un reloj con correa de cuero en su muñeca izquierda. Tiene una pesada cadena de oro que oscila con los movimientos del taxi y a ratos se sale de la camisa, abierta hasta el segundo botón.
- Déjame aquí pana –avisó el pasajero.
- ¿No iba usted para La Cuarta?
- ¿Y no estamos en La Cuarta pues? –replicó.
Recuerda que le dio la razón; La Cuarta es una avenida grande que tiene una cárcel con su nombre.
Martín oye como su propio yo bendice al pasajero mientras éste abre la puerta, y llama su atención la mirada orgullosa y socarrona que éste le devolvió.
Mientras daba la vuelta en “U” se percató que el extraño personaje había dejado en el asiento un “teléfono inteligente” de alta gama.
Su primer pensamiento fue el de regresar a ver si lo encontraba donde lo dejó, pero decidió esperar a que le llamara para entregarle su celular sin exigir recompensa, pero esperándola…
Un terrible golpe sobre el ojo le despega la costra de sangre y puede ver la figura de su carcelario, el dolor se ha fijado en el hueso y toma aire a tres tiempos, abre la boca desmesuradamente sin poder siquiera emitir un sonido quejumbroso.
- ¿Quién es el cabecilla?
- El catire de La Cuarta…
- ¿Ves, andrés, que fácil es? Yo sabía que Catire estaba metido en este guiso... Te hubieras ahorrado la golpiza.
- Agua –suplicó Martín.
- ¿Para qué vas a tomar agua? Igualito tengo que darte el coquero, no te puedo dejar vivo…
- Laila...
- Tranquilo, ella está bien, unas cachetadas nada más. Pero le van a meter 27 años. A bandita brava la de ustedes… Primera vez que veo evangélicos metidos en esto. Es más, les voy a poner: “La banda de Los Evangélicos”. Tremendo titular mañana… ¿Y a que no adivinas quién va a salir borroso en la última página…?
Todo había terminado, Martín sabía que su vida acabaría en las manos de un funcionario completamente desligado de los sentimientos humanos. Y así levanto su oración para entregarle la vida a su Señor:
- Padre: Te ruego acompañes a mi esposa y ponle tu mano sobre el hombro hasta el final de sus días. Añade justicia a su causa y perdona todos mis pecados. Sin causa muero hoy y entrego mi alma en tus manos, recíbela Padre, porque este hombre no entenderá que fui víctima de la casualidad…