Martín está soñando en la cama del hospital.
Los brujos intentan cerrar el chorro de agua en la cárcel.
Laila llora en un rincón de la celda.
Elías, de rodillas, alaba el nombre de Dios
.
El Pran observa el chorro y al brujo que extiende su mano para cerrar la llave.
Los presos observan al Pran y al brujo, al chorro y a Elías…
El brujo toca la llave y del cielo desciende una columna de fuego que cae sobre su cabeza, y se propaga por todo el cuerpo como si estuviera bañado en gasolina. El hechicero corre en círculos por la cancha dando alaridos de dolor y dejando una estela de llamas tras su paso. Por último cae muerto y derretido en un rincón del pavimento. Los que han creído caen de rodillas, y el pavor invade las mentes de los que no creyeron. La ira de Dios está sobre “La Cuarta” y una vez manifiesta, solo se puede esperar lo peor.
Martín abre los ojos y se descubre en un lugar sin fronteras, vacío, claro, sin cielo y sin tierra, apoyado en una delgada capa de agua que parece extenderse hasta el infinito. Ningún pensamiento distrae su mente, no hay ruidos ni viento, solo está él y el inefable manto de agua que le circunda hasta que la vista lo pierde y confunde en la lejanía. Una voz, tan amiga como la de una madre y segura como la de un padre, se pasea a su alrededor, hablando a sus oídos.
“Este es el llanto de los que me aman, de los que son perseguidos, de los que sufren por mi causa. Es más basto que los mares y ningún océano puede contenerlo. Este llanto solo cabe en el cuenco de mis manos, y aunque parece incontable, yo conozco el número y el motivo de cada lágrima que se ha vertido”.
Martín se tira al suelo cuan largo es, y hunde su rostro en el agua. Sabe que está en la presencia de Jehová y no se atreve a levantar el rostro. El agua no sabe a la sal de los mares sino a la amargura del dolor y la tristeza humana. Quien haya probado sus propias lágrimas conoce el sabor de su tristeza, pero el que ha besado la mejilla de una persona que llora, prueba el verdadero gusto de la amargura.
Martín abre la boca como queriendo beberse todas las lágrimas de la historia, quiere entender por qué los seres humanos son los únicos que sufren de esta manera. Ni los animales o ninguna cosa creada sabe de melancolías, ni los ángeles, perfectos seres de luz, están bajo el influjo del dolor que causa la condición humana, el sufrimiento de saberse finitos en la carne e infinitos en espíritu, encerrados en una frágil envoltura, diseñada para sucumbir y desintegrarse como el polvo del cual fue hecha. Alejados de Dios por una carne que le resiste, que le olvida, que le niega y desobedece a cada instante, y a la vez, enamorados de Dios y esperanzados de verle algún día; cuando nuestra alma cautiva se libere por fin de la prisión de los huesos, y volemos hacia el Padre como un niño al que encuentran después de haberse perdido.
“No llores Martin, mira y aprende, piensa mucho en lo que ves hijo mío, porque todas las cosas fueron creadas para enseñarte algo, y solo mis hijos tienen el privilegio de aprender”.
- Mi Señor, no soy digno de tus enseñanzas. Soy un pecador, y polvo en el viento sin tu ayuda soy… Qué puedo aprender de ti con esta mente tan pequeña, con mis pensamientos que nunca alcanzarán el más ligero de los tuyos. ¿Qué cosa puedo aprender del que todo lo sabe? Me siento como gusano en tu presencia. Arrebátame del mundo y llévame contigo.
“Todo ha sido hecho para ustedes Martín, ¿no lo comprendes? YO SOY EL QUE SOY y ustedes Son en Mí, y Yo en ustedes”.
Martín encuentra consuelo y paz en estas palabras. Si el Altísimo le está hablando es porque le ama y tiene un propósito para él.
- ¿Qué quieres que yo aprenda Señor, qué quieres que haga?
- Liberta a los presos.
Y Martín pacta con Dios: En tu nombre liberto a los presos, tú libera a Laila.
Mientras el brujo se convierte en cenizas, Laila está llorando y orando: “Señor, hágase tu voluntad en mi vida y en la vida de Martín. Mi Dios… Padre… ¡Papá!: Hágase tu voluntad…”
Y cuando Laila clama, Elías Grita “¿Qué pasó con sus dioses, qué no pueden cerrar el chorro? ¿Está muy caliente la llave? Agárrenla con un trapo… Sigan pidiéndole al Diablo…”
Y al tiempo que Elías se burla de los brujos, el Pran ordena: “¡Partan el tubo!”. Un segundo hechicero toma un listón de madera y golpea el tubo plástico, pero al contacto con éste, un resplandor agita los aires y el hombre cae muerto, con los ojos desorbitados.
- ¿Cuántos deben morir –grita Elías- para que entiendas que UNO SOLO ES DIOS, Y NO HAY OTRO?
Con estas palabras, un trueno rompe la atmósfera y todos los que están dentro del penal caen de rodillas. Solo el Pran, Elías y los pistoleros permanecen de pie. Los brujos huyen despavoridos y sólo uno, el líder, persevera frente al chorro de agua, cortándose el cuerpo y pronunciando frases oscuras. Reúne toda su sangre en el cuenco de sus manos y toca la llave de agua. Las miradas esperan que se incendie o algo peor, pero el brujo comienza a llorar y a pedir perdón. Se arrodilla, gime y se dedica a lavar su cuerpo y heridas con la bendición del agua, dando la Gloria y la Honra al Dios Todopoderoso, para luego irse hasta Elías, quien lo recibe con un abrazo de amor.
Ese fue el encuentro personal del babalao “Mikimba” con Jesucristo.
La Cristomorfosis: Una novela de Marco Gentile
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