Martín pide a los soldados que lo dejen orar un momento antes de ser trasladado a “La Cuarta”. Este tipo de rogativas son inocuas para ellos, quienes están acostumbrados a lidiar con las excusas y pretextos de los presos para no ser trasladados. Sin embargo la mirada de Martín, que hasta hace pocos días era insegura, de pronto tiene una autoridad irresistible; es como una espada que sabe exactamente donde hundirse hasta su empuñadura.
El cabo lo miró con soberbia durante el primer segundo, pero ante la seguridad que Dios te da, pocos se resisten, y, bajando la vista, apartó a los soldados con un gesto.
- Cinco minutos –dijo con severidad.
Cinco minutos es muy poco para hablar con Dios, pero es preferible hablar cinco minutos con el Padre, que irnos sin su consejo a enfrentar un problema. Martín se arrodilla, coloca la frente en el piso y no tiene nada que decirle a Dios, quiere escuchar; así que da una rápida alabanza, y recita a Zacarías: “Calle toda carne delante de Jehová…”. La última palabra se queda como un eco en el interminable silencio de Martín, Dios no le está hablando y sabe que el tiempo corre como un incesante molino…
- ¡Padre! No me dejes solo, llegó la hora, ¡no me dejes solo!
Y justo cuando está a punto de quebrarse, Martín escucha un pequeño susurro en su mente, es muy parecido a uno de sus pensamientos, pero a diferencia de los pensamientos propios, los que vienen de Dios tienen tanta firmeza, que apenas se presentan sabemos que son de Él.
- “Nunca has estado solo, si te esfuerzas, yo te prosperaré”.
Esto es lo que Martín estaba esperando, un ¡Amén! fuerte y claro se escucha en la habitación. Los soldados observan a un Martín que de un brinco abandona la posición de rodillas y se acerca a ellos como si fueran los presos y él fuera el carcelero. Con un gesto victorioso extiende las manos hacia el soldado que tiene las esposas.
- Póngame de una vez esas pulseras… la única prisión que tiene el alma, es la carne.
El Pran se ha quedado sin ideas, y a un Pran jamás se le acaban los planes. Se supone que en la prisión nadie supera su inteligencia, por eso la controla, y es regente aún de los delitos que se cometen en la calle. Pero esta lucha ha sobrepasado su entendimiento, sabe que la mente de los presos es muy rápida, dentro de pocos segundos el arrepentimiento del babalao Mikimba dejará de ser un suceso, y buscarán otra cosa en qué ocupar su atención desenfrenada.
- Varón –grita Elías al Pran- las bendiciones de Dios son como el agua, que mana de la tierra, sube al cielo, cae del cielo, entra en todos los seres que existen y ni aún los mares pueden contenerla; se evapora, se congela, se derrite, siempre ha sido y seguirá siendo. Las bendiciones de Dios no se pueden contener. Ni el hombre, que ha sido creado a semejanza del Padre, puede contener los mares, y aún las presas y diques, tienen conductos para dejarla salir cuando ya no pueden sujetarla. Y como se toma el agua, se toman las bendiciones de Dios: bebemos lo que necesitamos y dejamos que fluya hacia los demás.
Con cada palabra de Elías, el flujo de agua que sale de la “pluma” se engrosa y se hace más potente, hasta convertirse en un furioso chorro que suena en el pavimento como una cascada. Los presos están asustados, las visitas se resguardan tras las pocas paredes y columnas que existen en el penal. Toda la cancha está inundada y el líquido vital comienza a llegar hasta los pies de la población que rodea la extensa losa.
Si no responde, perderá el respeto de los presos, y será el principio de su fin. El Pran decide dar una muestra de poder, saca su arma y dispara tres veces hacia la humanidad de Elías, que recibe los disparos en su abdomen.
El profeta baja la mirada hacia la zona de su camisa y observa que de los tres agujeros que tiene su ropa, comienza a emerger una pequeña mancha de sangre que se expande como una circunferencia. Levanta la vista hacia el Pran y vuelve a proferir palabra:
- Varón: Para mí el morir es ganancia. Que alabe y predique enamorada, aun mordiendo el polvo, mi cabeza.
Elías cae inconsciente. Las puertas de la Cuarta se abren. Una comisión de la guardia entra al penal, traen un reo escoltado como si se tratase de alguien muy peligroso.
Todo el mundo mira al preso, luego al Pran y a Elías. El Chorro aumenta su caudal y el sonido ensordecedor llama la atención de los guardias.
Elías yace en el piso y el manantial de agua moja sus ropas. La sangre que mana de su cuerpo pinta de rosado el agua a su alrededor. Los cadáveres de los brujos dibujan junto a él una imagen amenazante. Los guardias retroceden apuntando a todos sin distingo. Están más asustados que las visitas. Nadie se mueve.
Los efectivos se retiran caminando hacia atrás, mientras uno de ellos quita las esposas del preso, dejándolo solo en la entrada del penal. Martín está de pie, y toda la población está suspendida en el vacío.
La Cristomofosis
Una novela de Marco Gentile
Búscala todos los sábados a las 10:00 am en las redes de @NotiCristo