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Héctor J. Colombo

El Encuentro



“¡Uno, dos, tres...!” Era lo único que alcanzaba escuchar aquel hombre mientras sentía aquellos latigazos aterrizar en su lomo y lacerar su espalda.


Era la primera vez que Simón recibía un castigo como este, reservado solo para los peores criminales. Apenas unas horas antes, estaba disfrutando en la alcoba con una mujer casada, era viudo y también un consumado seductor; solo que en esta oportunidad la suerte no estuvo de su lado y fue sorprendido por un marido celoso, con amigos influyentes, que no dudó en mandar a encarcelarlo.


Finalmente, se oyó el tan esperado número “¡39!” (Máximo de azotes permitidos) soltaron los amarres de sus manos y cayó como muerto. Más tarde, fue despertado con un balde de agua fría en medio de una celda oscura y maloliente. El guardia soltó una carcajada diciendo: "Te metiste con la mujer equivocada, si crees en algún dios, va siendo hora que te encomiendes a él”.

Adolorido y un tanto aturdido trató de levantarse, pero no logró mantenerse en pie y se fue arrastrando como pudo hasta un rincón, tratando de alcanzar una jarra con agua.


Más tarde traen otro hombre y Simón se hizo el dormido para evitar cualquier contacto con el guardia


- ¡Disfruten de su último día en esta tierra, porque mañana a primera hora serán ejecutados!


Estando solos, aquel hombre le pregunta:


-¿Por qué estás aquí?- Y al escuchar su historia, sonrió y le preguntó: -¿Crees en los milagros?


Simón hizo una mueca, le dio la espalda y decidió recostarse a esperar lo inevitable. No acabó de conciliar el sueño, cuando un rugido como el de muchas aguas comenzó a escucharse debajo de él y todo comenzó a temblar, las paredes comenzaron a agrietarse; un gran terremoto se estaba produciendo y Simón todavía no estaba seguro si aquello era un sueño o era real, finalmente los gritos desesperados de los guardias y los demás prisioneros terminaron despertándolo. Las puertas de su celda se abrieron y aterrado miró a su alrededor buscando a su compañero, pero no estaba; había desaparecido.


Decidió salir de aquel lugar y emprendió su huida junto a los demás reos, se internó en el pueblo tratando de esconderse en algún lugar y terminó pidiéndole alojamiento a una de sus “amigas”. Al día siguiente Simón decidió salir de Jerusalén. Tratando de llegar a las afueras de la ciudad, se consiguió con una turba enardecida, gritaban, lloraban, maldecían y pudo observar como los guardias empujaban, insultaban y se burlaban de un hombre que cargaba a cuestas una pesada Cruz. Simón no pudo resistir la curiosidad y se acercó un poco para tratar de ver quien podría producir tal revuelo.


Cuando estuvo lo suficientemente cerca para verlo, era demasiado tarde, uno de los guardias lo tomó por el cuello y pensó que lo habían descubierto, pero no era así. El guardia le ordenó que cargara aquella cruz y ayudara a aquel hombre, Simón trato de resistirse; pero en ese momento pudo ver como aquel hombre tirado en el piso, semi-desnudo y con su cuerpo malogrado levantó su cabeza y le miró fijamente a los ojos.


¡Nunca en su vida había visto unos ojos como esos! Simón no podía explicarse cómo un hombre destrozado y que iba camino a la muerte pudiera mirarle con tanto amor. Aquel hombre esbozó una ligera sonrisa y volvió a caer, en ese momento Simón no dudó en cargar aquella cruz y fue obligado a caminar al lado de aquel hombre. Aquellas cuadras le parecieron una eternidad, con la cruz a cuestas Simón pudo sentir en carne propia el padecimiento de aquel hombre, las burlas, los gritos, los empujones y la ignominia de los guardias. No dejaba de pensar: “¿Qué pudo haber hecho este hombre para merecer tal castigo?”.


Al llegar a su destino, los guardias lo despojaron de aquella cruz y lo empujaron violentamente. Todo había terminado, pero aquel encuentro había marcado un antes y un después en la vida de Simón, por primera vez se sintió verdaderamente libre y supo que a partir de ese momento su vida no sería la misma. Unos minutos después aquella multitud se dispersó y Simón volvió a su realidad.

Se acercaba la noche y Simón decidió ir a su casa a buscar el título de propiedad de un terreno para venderlo y así reunir algo de dinero. A su llegada lo recibieron sus dos hijos, les contó todo rápidamente y se despidió de ellos para continuar su huida.


Mientras, los guardias requisaban todo el pueblo tratando de capturarlos, Simón se movía con cautela por las calles tratando de evadirlos. De pronto vio una cuadrilla que venía en dirección a él y se vio forzado a entrar en un local para esconderse. Estando dentro, pudo escuchar una extraña conversación entre unos religiosos y un hombre, al parecer el hombre les devolvía 30 monedas de plata que le habían pagado por traicionar a su rabí. El hombre atormentado por su conciencia, lanzó las monedas al suelo y se fue. Cuando salió huyendo tropezó con Simón y siguió su camino.


Simón escucho como estos hombres planeaban comprar un terreno con aquellas monedas y de inmediato se animó a participar en la conversación:


-Disculpen la intromisión, pero no pude evitar escuchar que querían comprar un terreno, casualmente yo estoy vendiendo uno y aquí tengo las escrituras, si están de acuerdo podemos negociarlo


Los sacerdotes se miraron y sonrieron.


A ver, muéstranos los documentos, luego de revisarlos consintieron en comprarlo y le ofrecieron las mismas 30 monedas de plata.


-¿Estás de acuerdo con el precio?


-Si respondió.


-¡Entonces tenemos un trato! - Entregaron el pago y le pidieron que se largara de aquel lugar.


Simón sintió hambre y decidió pernoctar en una vieja posada que estaba cerca del lugar. Al día siguiente tomo la decisión de permanecer dos días más en aquel lugar hasta el primer día de la semana y esperar a que se calmaran los ánimos.


Eran ya como las tres de la tarde del día domingo y Simón continuaba encerrado en aquella habitación, de pronto comenzó a escuchar unos canticos muy hermosos en el edificio de al lado, no pudo resistirse y decidió salir para ver de dónde provenían aquellas alabanzas, cuando estuvo en frente del lugar trató de entrar, pero no pudo; los cánticos continuaban y era como si una fuerza más poderosa que su voluntad le atrajera hacia ese lugar.


Finalmente decidió trepar por un muro hasta el aposento alto y cuando logro asomarse por una ventana, pudo observar a once hombres de rodillas cantando y adorando y en medio de ellos un hombre de vestiduras blancas, Simón no podía creerlo además pudo ver como este hombre les mostraba las manos y el costado perforados diciéndoles: “Reciban el Espíritu Santo”, en ese momento volvió a escuchar el rugido como de muchas aguas que oyó cuando estuvo en la cárcel y volvió a sentir como comenzó a temblar todo el lugar, también pudo escucharles hablar en una lengua extraña.


Cuando todo acabó, pudo observar el rostro de aquel hombre vestido de blanco, ¡no podía ser cierto! era el mismo al que ayudó a cargar la cruz tres días antes, ¡Como podría olvidar aquellos ojos!


De pronto uno de los once le preguntó:


-¿Cómo te llamas?


-"Simón de Cirene" respondió


-Puedes entrar, eres bienvenido yo también me llamo Simón, pero puedes llamarme Pedro ¡Te estábamos esperando!


Héctor José Colombo

Departamento de Redacción NotiCristo

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(Romanos 10:14-15)

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