El tiempo es una ilusión, una invención de la mente para ubicarse en el mundo físico. La sustancia del alma no pertenece a este mundo. Por eso Dios creó el tiempo, este mecanismo como una herramienta para que el hombre pueda ordenar su aprendizaje, en esta, su única vida natural.
Desde que el Espíritu de Dios descendió al recinto penitenciario “La Cuarta”, han pasado tan solo 7 horas, pero en la mente de los que allí le recibieron, bien pudieron transcurrir 7 años. La llegada de Martín cumplió la profecía de Elías; cuando dijo que un preso les encaminaría a la Salvación, y todos en “La Cuarta” se preguntan cómo Martín va a cerrar el chorro de agua, si todo aquel que quiso hacerlo murió en el intento.
El Pran sabe que este predicador es ahora su nuevo problema, pero un estratega como él no se deja llevar por las emociones; no le hizo daño a Elías mientras el siervo se condujo por los “canales regulares”… porque un Pran dosifica la violencia, la administra y la aplica solo para infundir temor, pero luego debe restringirla para que los reos se tranquilicen y puedan volver a su vida “normal”: comprar y consumir drogas, hacer enlaces con “la calle” para ejecutar delitos, mantener el comercio interno del penal y otras muchas actividades que solo pueden desarrollarse bajo un ambiente de aparente tranquilidad, sin que desaparezca la tensión de la violencia. Por eso los “pistoleros” son tan importantes, fungen como silentes guardianes de la muerte, promueven enfrentamientos calculados con precisión quirúrgica, amenazan aquí y allá bajo la fría planificación del Pran, manteniendo a los presos en áreas reducidas, confinándolos dentro de su propia reclusión, como una celda dentro de otra celda.
Si el nuevo cierra el chorro, en mi nombre o en nombre de su Dios poco me importa –piensa el Pran-, mientras cumpla con lo que yo le ordeno todo está bajo control. Después que lo cierre lo protejo un rato y le hago agradable su estancia en el penal… Es cosa de que se acostumbre: él me dirige a los evangélicos y yo lo tutelo a él.
- ¡Sí! –Grita el Pran para que todos lo escuchen-, que el nuevo cierre el chorro… luego me lo llevan al bunker.
Martín observa que el Pran le da la espalda y se retira como si hubiera perdido el interés por lo que sucede. Camina con un dejo de aburrimiento que complace a los “luceros”, quienes se dividen en dos bandos, unos se van tras el jefe, y otros se quedan custodiando nuevamente las “plazas” como lo harían en un día de rutina.
Se escucha el llamado para que las visitas abandonen el penal, y los presos vuelcan su atención a despedirse rápidamente de sus visitantes, quienes están tan asustados que se amontonan en el área de salida para ser chequeados.
Todos pasan por el mismo filtro: Entregan el número que se les asignó, revisan sus brazos para ubicar el sello de la guardia, y comparan su rostro con la fotografía que les tomaron al entrar. Hoy se hace todo esto con suma eficiencia y la gente sale rápidamente, porque los soldados sospechan que hay un motín en puerta, y sacar a las visitas es lo más recomendable para evitarse problemas de derechos humanos.
La tarde más se oscurece y serpentea la noche en el horizonte. Martín camina hacia el centro de la cancha, y cuando los reos le ven sortear el primer cadáver retorna en ellos el sentimiento de temor y expectación que perdieron los últimos veinte minutos. Todos tienen la sensación de que Martín cerrará el chorro sin problemas. Elías lo profetizó y Dios lo mostró. Centenares de cabezas se mueven como un girasol siguiendo el caminar del varón, y cuando éste llega hasta la “pluma de agua”, el torrente del chorro se enfurece de tal forma que empieza a desprender pedazos de concreto en el pavimento.
Martín se queda mirándolo y en lugar de extender su mano hacia la llave para cerrarla, se arrodilla y levanta las manos al cielo.
- Señor Jesús –dice-, no soy digno de desatar el cordón de tu calzado, pero en tu Nombre quiero testificar tu amor por los hombres de este lugar. El que cree en ti, cree en el que te envió, porque tú eres Uno con el Padre, y así eres Uno también con el Espíritu Santo. El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio, y ustedes, varones de “La Cuarta” que han creído, limpios estáis, aunque no todos.
Como al inicio del día, la tercera parte de la población se arrodilla, y el resto se mira entre sí, con la confusión de quien se sabe perdido. Pero hay uno entre ellos que se opone a Dios con renuencia, y es el mismo hombre blanco y corpulento que había desafiado a Elías para que trajera agua al penal diciendo: “Muéstrame primero el agua y luego al aguador”. Y ahora que el agua ha sido mostrada, el hombre de maneras neandertales le sale al paso a Martín y retoma su ofensiva en contra de Dios:
- ¿Y a mí qué me importa si los puercos están limpios? El que me mostró el agua, está muerto, y el aguador es un piche taxista…
Martín reconoce esa voz, es el catire que se montó en su taxi y le dejó un celular y una pistola escondida, por lo cual le inculparon en un secuestro y asesinato. Mil veces repasó la escena: Bien vestido, cadena de oro, buen reloj, maneras toscas, y por lo que ahora ve, uno de los guardias del Pran.
- Varón –responde aún de rodillas Martín-, puedes subestimar al hombre, pero nunca subestimes el poder de Dios. ¿Has visto su ira y aún no le temes? El que rechaza la Palabra de Cristo, será echado fuera como pámpano, y se secará, y lo recogerán, lo echarán en el fuego, y arderá.
A diferencia del Pran, Catire es un hombre compulsivo y violento, y sobre su espalda lleva la mayor cantidad de asesinatos dentro del penal. El Pran le usa para ajusticiar a los deudores y a quienes se atreven a desobedecer una orden. Nunca se acobarda. Ni aún a Dios le teme, sabe que su destino es el infierno y según sus palabras: “…que se cuide el Diablo porque le tumbo el puesto”.
La muchedumbre que observa entiende que Martín está en problemas. Catire se ensoberbeció y va corriendo hacia él apuntándole con una “AK”, y nadie se salva de esa ametralladora. El hombre caucásico puede dispararle y atinar desde donde está, pero parece que quisiera esparcir los restos de su víctima por todo el lugar. Martín nada hace, solo confía.
La veloz carrera frenética de Catire tensiona los músculos de los observadores, y cuando el enorme oso blanco está a punto de disparar su metralla, el sonido de un disparo solitario le impide accionar el gatillo… y el energúmeno es derribado por un tiro en la espalda.
Aún sale humo de la pistola del Pran, quien dice:
- ¿Dije o no dije que cerraran el chorro?
La Cristomofosis
Una novela de Marco Gentile
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