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Marco Gentile

La Cristomorfosis Cap. 19: Pagando el Coliseo


Es curioso como el peligro genera distintas respuestas en las personas; unos huyen, otros reaccionan con gallardía; en casos más excepcionales las personas mantienen un relajado estoicismo e inteligencia… Y están aquellos que, como Martín, dejan que la muerte se les acerque confiándole su vida a un Dios, para la mayoría invisible, inaudible e improbable.


Si alguien viene a toda carrera hacia ti, cerrar los ojos y orar es la actitud más inusitada que encontrarías en estos tiempos convulsos y violentos, sin embargo Martín está confiado bajo el ala poderosa de Jehová.


El temblor con que tintineaban sus rodillas dio paso a una firme posición de reverencia, y aunque el chuzo de Catire está a menos de un metro de su cuello –hacia allí dirigió su puñalada- los temores han sido disipados…


Los ojos de Catire están inyectados de sangre, está a centímetros de completar su estocada fatal y tiene la impresión de ver el pulso en la yugular de Martín.


Mientras tanto, a un lado de la cancha está el Papi observando con la misma expectación que tiene la mayoría de presos que presencia la escena bizarra donde el catire intenta asesinar a un hombre que no se defiende. Algo está sucediendo en el corazón de Zaqueo –verdadero nombre del Papi- pues a medida que se acerca el mortífero Catire, un pulso descomunal revienta su pecho… “El pastorcito no puede morir –piensa angustiado-, sino para qué carajo manché la rutina…”


Como si le hubieran levantado la barbilla para que mirara el cielo, Zaqueo decidió mirar la cúpula celeste. Otra vez estaba enrarecida y rojiza como el día anterior, pero en lugar de nubes y rayos, el Papi pudo observar las huestes de maldad que dominaban la prisión.


Un inmenso gorila de pútridas facciones devoraba pequeños demonios y luchaba con otros tan grandes como él. Mujeres serpientes, ancianos con aspecto de insectos y muñecos de cerámica protagonizaban una batalla donde muchas extremidades eran cortadas y esparcidas por los aires nauseabundos.


Pero entre todos esos seres espirituales había uno que, mitad hombre, mitad bestia, luchaba con una espada brillante… Y aunque era igual de violento que el resto, se podía ver que su cuerpo poco a poco se transformaba de media bestia a un hombre cada vez más completo.


Zaqueo Entendió lo que Dios le mostraba; aún él, una piltrafa humana, podía luchar en el bando correcto.


Catire no supo de dónde vino, ni cómo pasó, pero una chancleta desvió la trayectoria de la puñalada que pensaba darle a Martín. Y el peor escenario es que su cuerpo quedó ladeado y de espaldas a su misterioso contrincante…


Un nuevo chancletazo resuena en la nuca de Catire, y le sobreviene el ardor que produce la goma sobre la piel.


Incorporándose rápidamente logra divisar quién le ha salido al encuentro; se trata del “Papi” que ríe con socarrona altanería.


En cada mano lleva puesta, a manera de guante, una chancleta de las que tiraron al suelo. Sabe apretarlas por el peine para que se amolden como un escudo en el dorso de la mano.

  • Oye Catire… El pastorcito tiene doliente… ¿No sabes que ahora soy evangélico?

  • ¿Qué evangélico vas a ser tú…? ¡Trimaldito!

  • Pero qué agresivo… Dios te perdone; me voy a meter en ayuno por ti.

La conversación sacó a Martín de su comunión con Cristo. Abrió los ojos y vio que lo defendía un hombre delgado de cuerpo fibroso, que parecía un leopardo por la agilidad con que agachaba los hombros y hacía movimientos precisos para desviar la atención de su adversario.


Catire buscaba una ventana de oportunidad para lanzar su ataque, sus movimientos semejaban la embestida de un oso, pues tensionaba todo los músculos con la intensión de dispararlos hacia el frente en un único ataque frontal.


El silencio volvió a reinar en el penal. El silbido del chuzo de Catire dibujó un arco cuando pasó cerca de la humanidad del Papi, que logró esquivarlo gracias a su condición gatuna. Y mientras la mano terminaba de frenar el ataque, un nuevo chancletazo, esta vez en la mano de Catire, le hizo perder el agarre del arma blanca y esta fue a parar al piso.


El rostro de Catire se ensombreció y mostró por vez primera una gran preocupación. El Papi había colocado su pie sobre el cuchillo y solo le hacía falta agacharse para recogerlo. Si ya había tenido problemas para sortear la situación, que el arma cambiara de dueño era casi una sentencia de muerte.

  • ¡Ay compadre! Se te cayó el cortaúñas –le dijo mientras recogía el arma blanca.

Catire bajó las comisuras de los labios, se sabía perdido. Bajó los brazos y se dispuso a esperar la cuchillada…


Zaqueo levantó el talón y afincó la punta del pie para dar el salto que terminaría con la miserable vida de su rival…

  • Varón –le detuvo Martín-, Dios no lo ha perdonado a él, pero a ti sí…

Esas palabras detonaron una suerte de recuerdos estroboscópicos en la mente de Zaqueo. En un parpadeo pudo ver toda su vida de crímenes y asesinatos diluirse en el rostro bondadoso de Jesús…


“Me ha perdonado –musitó-, ya me puedo sentar a la mesa con mi Padre”, y recordó las palabras de Elías cuando les predicaba en el Barrio de Los Desechables: “…Porque no es imposible que algún día cuando estén con Cristo, metan sus pies bajo la mesa del Padre y se gocen en el banquete de la eternidad”.


Mientras el Papi baja el arma abandonando el ataque, Catire vio la oportunidad de hacerse con la victoria. Se lanzó con los brazos abiertos, y encerró al Papi en un abrazó de oso. Lo alzó en el aire y lo estrelló al suelo.


La fuerza del embate lo noqueó, y durante varios segundos intentó levantarse pero el mareo le venció y volvió a desplomarse. Catire se paró encima de él y empezó a propinarle una constante e inhumana golpiza, lo tomaba por el cuello y estrellaba su frente contra el concreto creándole múltiples laceraciones hasta dejarlo desfigurado e inconsciente. Cuando se percató que no opondría más resistencia tomó el chuzo y justo cuando iba a rematarlo se escuchó de nuevo la voz de Martín.

  • No hay honor en matar a un hombre que ya te había vencido.

Catire no soporta las palabras de Martín, son como un rasguño metálico que le llena de grima. Desde el primer día en que lo vio, manejando el taxi con su mirada de estúpido evangélico, le tiene una rabia que no puede explicarse, pero esa fue la razón de sembrarle el arma y endosarle el asesinato que cometió.

  • Tienes razón, al que voy chuletear es a ti… –le ha dicho Catire apuntándolo con el cuchillo.

  • No señor –le ha interrumpido el Pran- Ya el Papi pagó el Coliseo.

La Cristomorfosis

Una novela de Marco Gentile

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