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Marco Gentile

La Cristomorfosis – Cap. 22: El Cordero


Martín está frente al Pran, que le mira esperando respuesta. Sin embargo guarda un silencio que llena la habitación como la luz de neón llena el interior de las bombillas…


Bien claro se lo había dicho Elías, no es bueno debatir con el Pran, incluso es mejor esperar una muerte por silencio que provocar una muerte por respuesta.


Las masas rechazan una actitud silente ante la injusticia, de la misma forma que no entienden las razones de Jesús para no defenderse cuando lo capturaron, ni por qué enmudeció cuando lo azotaban, abofeteaban e injuriaban.


¿Era Cristo un pusilánime, introvertido idiota lleno de complejos que le impedían defenderse? No, Jesús tenía las respuestas más sabias y contundentes en la punta de la lengua, ya lo había demostrado con creces cuando dejaba avergonzados y en silencio a los más doctos entre los Fariseos…


Sin embargo, luego de la captura, su actitud se debía a su condición: El no era el Guerrero Salvador que los israelitas esperaban, era el inocente CORDERO que Dios había dispuesto para el sacrificio. Los corderos, las ovejas, las cabras, los chivos… No emiten un solo berrido cuando se les corta el cuello, no se quejan ni se resisten cuando los seres humanos los “despachan” para comérselos… Ellos se entregan a la muerte con estoicismo, como si la vida fuera un préstamo que están devolviendo a su acreedor.


De esa misma forma se entregó Cristo a la cruz, tendiendo su propio cuerpo como un puente para que las futuras generaciones tuvieran la oportunidad de ser Salvas por la Fe.


  • Necesito un Pastor general que me dirija a los pastores que tengo en las siete iglesias.


Martín no respondió. Don Lucio lo miró con verdadero encono.


  • Te conviene darme una respuesta…


Martín suspiró, pero continuó callado.


El Pran sabe que Dios está con el muchacho, no va a matarlo, además es muy útil si se le puede controlar, es como tener una herramienta de Dios que se puede usar de vez en cuando; además la paz de la prisión se traduce en el progreso de los negocios, el crecimiento de las redes y la consolidación de la estructura en la calle dirigida desde acá.


  • No te estoy pidiendo que trabajes para mi, ni que hagas nada ilícito. Solo necesito que dirijas la comunidad de evangélicos en todos los Barrios de la Cuarta, y de vez en cuando te mando a buscar, como mando a llamar a todos los pastores… Y les doy una que otra instrucción sobre las normas y esas pendejeras… ¿Te parece muy difícil esa mier…?


Martín guardó silencio.


  • Mira pana, tienes que meterte en el coco que ya no eres una persona, eres un preso. Y tu pellejo le pertenece al Estado… Y aquí ¡Yo Soy El Estado! -Hizo una pausa y continuó- Entiendo lo que estás pasando, yo también fui un conejito y sé que da una “cagueta” muy grande cuando uno llega a esta podrición. Pero tienes que apretar esas tripas y seguir pa´lante, porque sino todo el mundo acá te va a agarrar de brujita, y es mejor ser zamuro que mortecina.


Los ojos de Martín se fueron hacia la derecha y se posaron sobre la puerta.


  • Para que veas que sé de lo que estoy hablando te voy a contar una vaina: Yo no vengo de un barrio, ni fui pobre, ni pasé hambre, ni me violaron diez padrastros, ni mi mamá era una perra, ni me abandonaron… Mis viejos son profesores universitarios jubilados.

Crecí como cualquier tripón de clase media, vestido a la moda, y pendiente de las carajitas; me llevaban de viaje en todas las vacaciones escolares y toda la cosa… Hasta me leí algunos libros que los viejos me daban para aumentar mi cultura y toda esa “Parafernalia”… Jeje ¿Te das cuenta?


Martín había empezado a dejar un lado el temor y se mostraba embutido en la historia del Pran. Era cierto lo que le había contado Elías, que el hombre gustaba de mostrarse un poco intelectual, pero hasta ahora era la primera vez que lo atestiguaba.


  • Pero… -continuó el Pran- “Soto que nace torcido, nunca su pámpano encauza”. Muérete Rubén Blades –dijo riendo sin encontrar complicidad en Martín.


Lo cierto del caso es que yo tenía un amigo, se llamaba Gerbin, y los dos compartíamos una fiebre por las bicicletas. El pueblo era nuestra pista, y montados en esa vaina nos lanzábamos viajes al río, a otros caseríos y cuanto monte se nos ocurría.


A Gerbin le encantaba meterse en los patios y robarse las frutas, porque en Chivacoa la gente tenía en el solar matas de níspero, peritas, mangos, aguacates, cemerucos, mandarinas y algunos hasta uvas tenían… Y nosotros, saltábamos la pared de las casas solas, y comíamos echando cuentos como si la propiedad fuera nuestra; buscábamos una sillita, reposábamos, y si la gente llegaba salíamos disparados dejando el conchero como prueba del delito.


Él era pobre, yo siempre lo brindaba, y a cambio me contaba cosas de su interesante vida: ...que su mamá lo dejó con la abuela y nunca regresó, que su papá tenía mucha plata pero no lo reconocía. E incluso me contó que una vez lo fue a ver a su empresa de ollas para pedirle los útiles escolares, y el papá le dijo que si le diera los útiles a todos los mocosos de las mujeres que se había “tirado”, tendría que dejar las ollas y meterse a Ministro de Educación.


Gerbin lo odiaba y lo admiraba como a ninguno, aunque no le reconociera, pues se trataba de un hombre voluntarioso, inteligente y decidido... Con decirte que empezó su carrera de empresario como vendedor ambulante de una reconocida marca de ollas de presión, y trabajó tan duro que llegó a comprar la empresa de ollas, la competencia, y fusionó las dos monstruosas empresas para quedarse con el oligopolio de ollas en Venezuela.


Martín se acomodó en su silla, prácticamente se había olvidado de donde estaba. El Pran notó que tenía toda la atención del oyente, y entendió que con este tipo de personas se logra más entrando en el terreno de la dialéctica que en el plano de la violencia.


  • Yo era un simplón, no tenía grandes pasiones ni objetivos en la vida, pero Gerbin era un tripón que ya había sido curtido por el sufrimiento y sus pensamientos estaban barnizados por las carestías de la pobreza. Para mi vacacionar era una rutina, para él era una meta a largo plazo… “Cuando yo sea rico…” decía todo el tiempo, y “Algún día, cuándo dé el tablazo…” eran sus frases y muletillas.

Un día me dijo:


  • Vamos al pozo “Don Juan del Dinero”.

  • ¿Y eso dónde queda?

  • En la Montaña de Sorte, pero la parte que está más arriba, ahí tenemos que escalar “burriao” pero cuando lleguemos allá vas a ver una vaina que nunca has visto.


No necesitaba darme tantos argumentos, total, en esas fechas yo hacía todo lo que me decía, era como el jefe en nuestra amistad. Sin embargo me explicó que allá la gente iba a hacer pactos para hacerse rico, y que él había ido varias veces, y llevaba ofrendas de frutas para el altar de santería que estaba ahí. Y cuando le pregunté por qué no era rico todavía, me dijo de mala gana que para eso se necesitaba un poco de suerte; pues un animal negro tenía que pararse voluntariamente en el altar en el momento que uno pusiera la ofrenda, entonces se pedía el deseo…


De modo que fuimos esa semana. Pedaleamos como unos endemoniados por más de una hora y llegamos a “Quibayo”. Yo quería meterme en el río pero Gerbin no me lo permitió porque estaban haciendo brujería, y si uno se metía en el agua se le pegaba toda la pava que le estaban quitando a otra gente.


A mi me pareció toda una cochinada, humo, sangre, tipos cortándose, gente revolcada, quemándose con las velas, metiéndose puyas en los cachetes y cuanta loquera se les ocurriera a los brujitos. Y consultando a Gerbin aprendí que los brujos que estaban bailando al son de los tambores a la vista de todos, eran brujos impostores o de bajo rango, que se “rebusqueaban” con los incautos que llegaban en autobuses de todas partes de Venezuela para hacerse “trabajitos”.


No era el caso de otros brujos y brujas, que tenían sus chozas y sus tiendas, e incluso operaban enfermedades terminales ahí mismo, y tiraban las tripas para afuera del “consultorio” para que la gente viera lo que le sacaron a sus pacientes. Esos eran caros, y eran visitados por viejas encopetadas y tipos estirados, algunos políticos y empresarios.


Y justo en el momento que Gerbin me explicaba ese mundo, me entró un calambre en una pierna y perdí el conocimiento. Cuando desperté me tenían rodeado en una estrella de 5 puntas hecha con pólvora y velas, la gente me miraba sorprendida y mi amigo me levantó sin decirme nada.


  • ¿Qué pasó? –le pregunté.

  • Nada. Que eres Materia…


Rápidamente nos fuimos de allí y nos internamos en una zona boscosa donde no había gente. Él mantenía un silencio que no concordaba con la intriga que yo tenía, y por más que le preguntaba él solo respondía “apúrate, que ya vamos a llegar”. Tenía una prisa inusitada por llegar a una ladera empinada, allí me dijo que dejáramos las bicicletas y trepáramos por la pared inclinada ayudándonos de las raíces de los árboles que se salían de la tierra por lo inclinado de la superficie. De esa forma escalamos un buen rato, las bicicletas se veían chiquiticas, y al final pudimos llegar a una saliente. Parecía que habían cortado la montaña y construido un enorme balcón donde se podía ver el valle de Chivacoa, los edificios, la plaza…


Pero lo más sorprendente es que, como si fuera un spa, en el medio de la saliente había un pozo, y se veía muy profundo, porque sus aguas cristalinas se iban degradando poco a poco en la profundidad, y su color ámbar se transformaba en verde, luego a oliva y por último a un negro verdoso que daba miedo…


El pozo hacía un ángulo obtuso con la montaña, la cual le proporcionaba una pared colindante. Al final del pozo había una cornisa y en la cornisa un altar, y en el altar las “siete potencias” que eran muñecos grandes de yeso, como de un metro cada uno, y sobre ellos un pedestal vacío… Cuando pregunté para qué, Gerbin me dijo que allí tenía que pararse el animal negro.


Gerbin sacó su ofrenda del maletín y la puso a un lado del pozo para tenerla a la mano si el animal aparecía. Y mientras esperábamos nos relajamos un poco y nos pusimos a saltar desde piedras altas a ver quién hacía el mejor clavado. Luego de un rato nos fastidiamos y sacamos la comida; yo llevé pan con diablito y él pan con sardina, como siempre me convenció para que cambiáramos y yo accedí porque en mi casa casi nunca las comía.


Al terminar Gerbín me miró seriamente y me dijo: “Como eres Materia vamos a intentar una vaina nueva…” y me pidió que nadara hasta el altar y me sentara en el pedestal donde se tenía que parar el animal negro. Yo me cagué, pero no se lo iba a demostrar, nadé, casi tumbé a Guaicaipuro y me senté en esa vaina… Y allí fue cuando pasó lo que pasó.


El Pran se levantó de la silla y dio una vuelta por la habitación. Martín estaba dominado por la intriga.


  • ¿Y qué fue lo que pasó? –preguntó.

  • ¿Ah, ya no eres mudo? Te cuento mañana… cuando me traigas tu respuesta.


“La Cristomorfosis.”

Una novela de Marco Gentile.

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Diseño Gráfico: Publicaciones Gentile


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