“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. (Juan 3:16)
Hace algún tiempo leí un artículo que publicó la revista "National Geographic" sobre algo que le sucedió a un guardabosque, después de un incendio en el Parque Nacional Yellowstone, en los Estados Unidos.
Después de sofocado el fuego, empezó la labor de evaluación de los daños, y fue entonces que, al ir caminando por el parque, un guardabosques encontró un ave calcinada junto al pie de un árbol, en una posición demasiado extraña, pues no parecía que hubiese muerto escapando o atrapada, simplemente estaba con sus alas cerradas alrededor del cuerpo.
Superando el impacto de su asombro, el guardabosques la golpeó suavemente con una vara, tres pequeños polluelos vivos emergieron de debajo de las alas de la madre, quien sabiendo que sus hijos no podrían escapar del fuego, no los abandonó. Tampoco se quedó con ellos en el nido sobre el árbol, donde el humo sube y el calor se acumula, sino que los llevó, quizás uno a uno, a la base del árbol y allí ofrendó su vida para salvar la de ellos.
Si una pequeña ave, instintivamente, pudo expresar un inmenso amor por sus polluelos, ¿habrá alguien que haya sido capaz de demostrar un amor tan, pero tan grande por nosotros? ¡Sí lo hay! Dios amó al mundo de tal manera… Es decir, lo amó a un grado incomparable, superlativo.
El apóstol Pablo no pudo encontrar una palabra que describiera tal regalo de amor y sólo pudo decir: “¡Gracias, Dios, por tu don inefable!” (2 Corintios 9:15). Hay una canción que cantábamos en la iglesia donde me formé; decía: “El amor de Dios es maravilloso… ¡Cuán grande es el amor de Dios! Es tan alto que no puedo ir arriba de él; tan profundo que no puedo ir debajo de él; es tan ancho que no puedo ir afuera de él… ¡Cuán grande es el amor de Dios!”.
Hay quienes pudieran pensar que no valen nada; que su vida es tan insignificante que nadie se atrevería a interesarse por ellos y tratan de comprar el amor de otros, humillándose para conseguir migajas de amor. Sin embargo, Dios nos ama más allá de nuestros méritos, de nuestras fortalezas o debilidades. Él nos ama con un amor incomparable, inmenso y sublime que va más allá de la comprensión humana.
¡Nadie ha entregado más que nuestro Padre Celestial! Recuerdo que, cuando era un niño, mi madre me enseñaba el valor de la generosidad y de la capacidad de “entregar” con liberalidad. En una ocasión ella me pidió (bueno, casi me obligó) que compartiera un pedazo de pan con mi hermana menor. Tuve que hacerlo (¡no me quedó más remedio!). Partí el pan en dos partes y las medí, para ver cuál era la más grande… ¡y le di la más pequeña! Realmente, yo tenía que aprender (como mucha gente) que la generosidad y la entrega son las expresiones visibles del verdadero amor. Pero Dios no hizo así con nosotros, Él no nos dio su amor con un cuentagotas. Pablo dijo: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará, junto con Él, todas las cosas?” (Romanos 8:32).
El verbo escatimar hace referencia a reducir, partir o achicar aquello que se ofrece o se da; así que Dios no fue egoísta, ni mezquino, ni dio a su Hijo, que era lo más grande que podía ofrecer, con tristeza, ni por obligación. Más bien, entregó lo de más valor, haciéndose pobre para que nosotros fuésemos enriquecidos, con tal de salvarnos del pecado y de la muerte.
Su entrega no fue sólo por los buenos, ni por unos pocos. En Romanos 5:7-8 leemos: “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. No importa la magnitud de lo malo que hayamos hecho, “la sangre de Jesucristo… nos limpia de todo pecado” (Juan 1:8).
He escuchado, muchas veces, que algunos no merecen el regalo de Dios, pues han hecho cosas muy horrendas, pero fue por ti y por mí, precisamente, que Dios se hizo hombre para “buscar y salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10) Y toda esta gran demostración de amor, ¿para qué? Para darnos un regalo sin igual: ¡La vida eterna! ¡Presta atención! No es placer; ni poder, en ninguna de sus formas; ni riquezas; ni títulos; ni fama; ni posesiones. Es disfrutar de la misma vida de Dios en nosotros, por siempre y para siempre. Ser amado, de esta manera, debería hacer una diferencia grande en nuestras vidas.
En cierta ocasión Jesús les contó una parábola a sus seguidores: un comerciante estaba buscando buenas perlas para comprar y en su búsqueda consiguió una perla de un valor extraordinario. Ante tal hallazgo fue, vendió todo lo que tenía y la compró. Dios te ha dado el regalo más grandioso de todos, ¿qué harás con él?
Pr. Rigoberto Venegas M.
Departamento de Redacción NotiCristo
Diseño: @Redactrónica
Comentários