En 1948, un día después de que el líder sionista David Ben Gurión leyese la Declaración de Independencia de Israel en el Museo de Tel Aviv, los países árabes vecinos invadieron inmediatamente al naciente Estado de Israel, dando inicio a lo que sería su Guerra de Independencia. De ahí la espina que no ha dejado sanar la herida.
La cosa sucedió así: tras la exigencia sin éxito, de Egipto a la ONU, para que retirase sus fuerzas mediadoras del Sinaí, procedió desplegando su ejército en la frontera hebraica. Israel, temiendo un ataque inminente, lanzó una ofensiva preventiva contra la fuerza aérea egipcia. Jordania respondió acometiendo las ciudades israelíes de Jerusalén y Netanya.
Al finalizar la pugna, hubo un saldo de 777 bajas para Israel y de nada menos que 23000 para los árabes; Israel logró conquistar la península del Sinaí (Egipto), la Franja de Gaza, Cisjordania, Jerusalén y los Altos del Golán. Esto fue tan solo el inicio. Pero la historia moldearía este relato para que no fuera tan sencillo como ganar o perder.
Las Convenciones de Ginebra de 1949, prohibieron el traslado de población civil a territorios ocupados, cuya contravención debía ser considerada como “crimen de guerra”. Por si acaso se le ocurría al ganador. Pero Israel, aunque devolvió parte de los territorios sometidos a sus dueños previos, no dejó a un lado sus pretensiones nacionalistas.
Desde entonces sobre Cisjordania, Jerusalén y la Franja de Gaza, han intentado “colonizar” dichas zonas, no sin oposición de los civiles árabes, suscitando una convivencia funesta donde son afectados diariamente miles de personas que viven una especie de nuevo apartheid desde el más tierno preescolar. Hay barrios, hospitales y servicios segregados según la raza de cada quién. El recelo impregna los espacios.
El resultado de muchas guerras en las que Israel ha logrado vencer a sus contrarios no ha supuesto al mismo tiempo una rendición dócil por parte de los “derrotados". Al contrario, a cada hora se debe lidiar con yemas de sublevación árabes, porque aunque se les respeta el estatus de residentes, son frecuentemente discriminados.
No es como tener oficialismo y oposición en una sola nación, es tener dos, tres y hasta cuatro países dentro y en contra de esa nación dominante. Por eso, casi siempre la posición de Israel como Estado es defensiva, continente, mientras que la de los grupos terroristas como Hamás, ofensiva. Porque ellos buscan la “liberación” de su pueblo en detrimento del «otro» pueblo que convive con ellos.
En el ámbito civil, los unos miran a los otros como intrusos de los que ojalá pudieran deshacerse. Así es también como nace el Estado fáctico de Palestina en 1988, como respuesta a la necesidad de identificar a tal mezcolanza de naciones con un fin en común: deshacerse del «ocupante» Israel. Y estos últimos no tienen inconveniente en vivir con ellos salvo que se sometan a sus leyes, cosa que ciertamente, bajo una perspectiva dialéctica, puede percibirse más injusto de lo que pudiera ser.
Si queremos buscar culpables hemos de remontarnos al milenio V antes de Cristo, a la Tierra Santa de hace siete mil años. Con sus implicaciones demográficas, etnológicas, económicas, y culturales, con las que invasiones sucesivas de imperios erigidos y pulverizados uno tras otro, han forjado su identidad.
Sin embargo, en especial Jerusalén, nunca ha dejado de ser un lugar de intrínseco valor espiritual. Quien va allá, mínimo, se le paran los pelos. Es el lugar más sagrado del Judaísmo, del Cristianismo y el tercero del Islam.
Para estudiar el origen del conflicto, es mejor remitirse a la Primera Guerra Mundial que puso fin a casi medio milenio de control hegemónico del Imperio árabe Otomano sobre la zona (que nunca logró erradicar totalmente a los judíos), merced a los ejércitos británicos en 1917.
Luego de 31 años de esfuerzos en conjunto por la restauración del orden mediante la creación de un mapa equilibrado entre ambas culturas, que incluía a Jerusalén como zona internacional, no se zanjó el debate. Pues, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, grupos paramilitares judíos se opusieron al régimen británico, reclamando un Estado independiente y la libre entrada de sus connacionales perseguidos por la Alemania nazi.
Entretanto, la población árabe protestaba tanto contra la presencia de las tropas británicas, a las que consideraban una potencia colonial, como contra la creciente llegada de inmigrantes judíos. Es en ese contexto que aparece David Ben Gurión proclamando la independencia judía en 1948, con las sucesivas aplastantes victorias sionistas en el campo de batalla que no se han reflejado y no pueden reflejarse en el campo sociológico.
El escenario en 2021 es hilarante y desconcertante. La gente no vive contenta. Hay extremismos de ambos lados y se intensifican en los días festivos. Con la clara diferencia de que los atentados terroristas son casi exclusivos de los árabes mientras que la opresión sistemática sucede del bando hebreo.
En este último conflicto Israel celebraba el día de Jerusalén, cuya conmemoración evocaba el momento en que accedieron al dominio de la ciudad luego de la famosa guerra de los 6 días en 1967, coincidente con el fin del ayuno del mes de Ramadán, día sagrado para los musulmanes.
Los disturbios, iniciados por los palestinos por un reclamo tal vez legítimo, se tornaron insoportables en varias zonas de la ciudad, junto a la represión policíaca israelí, pero cuando el conflicto escaló a niveles bélicos, dichos civiles detonantes quedaron incapaces de defenderse de la explosión que inevitablemente causaron.
Una especie de esquema cíclico factual puede seguirse como previsor de catástrofes suscitadas por el calor de la contienda social elevada a planos militares en Israel:
1. Malestar social de árabes extranjeros residentes en Israel.
2. Represión de las protestas por parte del Estado Israelí.
3. Tensión en las naciones y grupos protectores de sus respectivos ciudadanos.
4. Explosión bélica irremediable.
Elvis Russo
Departamento de Prensa NotiCristo
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